Desde el acceso al gobierno de Thatcher y Reagan, llevamos cuatro largas décadas inmersos en el neoliberalismo como corriente global de pensamiento y actuación. Las posiciones neoliberales que abanderan la libertad como principio rector se traducen en el mundo educativo en políticas de impulso de la libertad de elección de las familias, la autonomía de los centros y cierta competencia entre ellos, entendiendo que dichas políticas ayudarán al incremento de la calidad educativa en un mercado plural de ofertas.
Muy especialmente desde el comienzo de este milenio, las organizaciones con finalidad económica o financiera han comprendido el valor estratégico futuro del mundo de la educación, prestándoles una atención creciente, con el propósito de influir en él, a través de programas, muchas veces filantrópicos, o de directrices sobre las reformas que hay que implementar. Todas ellas han compartido la preocupación por la Escuela (métase dentro la Universidad) como institución obsoleta que no responde al vertiginoso mundo cambiante, ni a los nuevos parámetros de empleabilidad, aunque en su retórica sus pretensiones no se reduzcan solamente a los aspectos meramente económicos, sino que alcanza al diseño de una ciudadanía plena.
Frente a este panorama incontestable, es un lugar común de las posiciones de la izquierda afirmar que la educación está dominada por procesos de mercantilización, de los que hay que liberar a la institución escolar, pues la educación es un derecho, no una mercancía. Pero más allá de este denominador común, asistimos a un debate de diferentes enfoques desde la izquierda que muchas veces son también beligerantes entre sí.
Dentro del bosque de matices, y aceptando cierto esquematismo reduccionista obligado por la corta extensión de un artículo, consigo distinguir tres tradiciones: La anarquista, la ilustrada y la humanista.
La izquierda de posición anarco, tiene una posición definida anterior a estas décadas neoliberales actuales, que, lógicamente, también combate, pero se centra principalmente en el cuestionamiento de la Escuela en sí misma, como una enorme maquinaria burocrática, que necesita de “los sacerdotes” que administran el conocimiento y las acreditaciones, el profesorado, que vive de reproducirse a sí misma, que consume una ingente cantidad de recursos públicos cuyo valor nunca es sometido a examen, que beneficia a quien más tiene, que suelen ser los que más años logran pasar escolarizados y que, en todo caso, está sutilmente sosteniendo una maquinaria reproductora de desigualdades, bajo una apariencia de meritocracia que hace a cada cual responsable de su ascenso social. Es la Escuela misma, como institución, el problema, y es imposible que pueda redimirse desde sí misma, dada su funcionalidad al statu quo.
Más modernamente, ya dentro de una aceptación de la Escuela como realidad institucional incuestionable, nos encontramos con las otras dos posiciones, más de una vez en colisión entre sí.
Hay una izquierda que milita en la Ilustración, las luces y la razón, de posiciones estatalistas, que propugna la Escuela Pública como monopolio estatal frente a toda privatización y concertación a las que hay que oponerse o poner fecha de caducidad. El modelo debe ser una red pública que permita el desarrollo de una oferta pública de calidad cerca del domicilio, donde se haga inútil la pretensión del derecho a elegir centro e innecesaria la autonomía de los mismos. Esta red estatal estaría atendida por un funcionariado, pieza angular de este modelo, que, precisamente, en su condición de tal tendría asegurada su libertad de cátedra y su independencia frente a las presiones del poder. Es una izquierda en combate permanente con cualquier atisbo de desregularización, que ha declarado la guerra a las competencias como el nuevo marco pedagógico que el neoliberalismo pretende imponer en las escuelas para lograr una ciudadanía más dócil al tipo de trabajador flexible y empresario de sí mismo que requiere el mercado actual. Todo ello en detrimento de las Humanidades y de una devaluación del conocimiento sólido del que se le termina privando precisamente a aquel alumnado que más lo puede necesitar. Amalgamada con esta posición, no sé si exactamente desde la izquierda, podemos encontrar elaboraciones vinculadas al malestar docente, que al menos son coincidentes en el rechazo crítico de las nuevas pedagogías y quizá en un punto de añoranza del viejo orden.
Finalmente, por dar una cierta unidad a posturas de muy varados matices, voy a caracterizar una tercera postura de carácter humanista, entroncada con las grandes tradiciones pedagógicas del siglo XX e impulsora de muchas corrientes de renovación del siglo XXI, por tanto, que está convencida de la necesidad de renovación de la Escuela, que cree en el aprendizaje centrado en el alumnado, que apuesta por las nuevas metodologías y tampoco hace ascos a las competencias, siempre que no escamoteen la pregunta por los fines; que está abierta a una cierta pluralidad, siempre que sea colaborativa; que cree en la autonomía de los centros como expresión de cada singularidad escolar, siempre que se ejerza colectivamente y no pierda su sentido de pertenencia a un sistema, y que, sin negar la importancia del Estado, pone el acento en la democracia y en la participación comunitaria.
Ambas corrientes, con algunos elementos comunes, como por ejemplo la defensa de lo público o el rechazo a la segregación escolar, se cruzan duros ataques en ocasiones. La izquierda ilustrada acusa a la humanista de dejarse embaucar por los cantos de sirena del actual capitalismo filantrópico, asumiendo acríticamente todo el nuevo marco conceptual de las competencias en una mistificación delirante de las nuevas pedagogías con los planteamientos mercantilistas dominantes, sintiéndose huérfana en la defensa de la Escuela Pública. La corriente que he denominado humanista, por su parte, considera que hay demasiado inmovilismo en la corriente ilustrada, quizá también algo de defensa corporativa y un exceso de estatalismo, en detrimento de una concepción de la educación como bien común. En todo caso, le parece incuestionable que la Escuela debe cambiar y no precisamente para reforzar los conocimientos en línea de la Ilustración, pues tras los hallazgos conceptuales del “capital cultural”, una escuela basada en la selección curricular de conocimientos, tal como se ha conocido hasta ahora, además de parcial, refuerza la ventaja de quienes viene mejor preparados de su casa.
El debate está servido hace tiempo. Y tú, lector o lectora, ¿cómo te posicionas?
Primero:
La posición que llamas «anarco» más que del anarquismo clásico (que tradicionalmente hizo sus propias escuelas, aunque revisando la relación profesorado-alumnado entre otras cosas) viene del:
– Antiautoritarismo sesentayochista, a veces influido por el psicoanálisis (Carl Rogers, Ivan Illich, Paul Goodman…)
– Teorías sociológicas de la Reproducción Cultural y Social ( muchas provenientes del marxismo Bordieu, Gintis & Bowles, Baudelot & Establet,…)
Si te interesan las propuestas del anarquismo en pedagogía ( https://youtu.be/IDk9QCHK-AM y https://www.youtube.com/watch?v=_tAwctDF57s)
No creo que se puedan separar estas teorías de las otras. De las primeras bebe por ejemplo la pedagogía institucional y de la segunda surgen las pedagogías de la resistencia. Asumiendo las críticas a la institución, no son anti-escuela.
Sobre la escuela de la Ilustración vs Escuela Humanista, creo que de la primera haces una descripción caricaturesca, aunque es cierto que haya gente, como Carlos Fernández-Liria, que se empeñan en ajustarse a ella (https://youtu.be/Co5VJYZkuj0, con réplica ¿humanista? de Isabel Galvín de CCOO). Pero estos planteamientos tienen sus puntos. ¿Cómo podemos hacer que la autonomía de centros no me lleve a la creación de centros burbuja y gueto y a la competición mercantilista de los centros? Lo mismo para el bilingüismo (https://youtu.be/LUfzaKdGVBY)
En cambio presentas esa opción humanista como balanceada, que coge lo bueno de la propuesta mercantilista y de la ilustrada (sin decir qué es lo bueno).
Te olvidas de una corriente que ahora veo bastante presente que se basa en la teoría cognitiva, la neurociencia, la «pedagogía basada en evidencias» y que propone una renovación pedagógica pero creen que la teoría de las inteligencias múltiples en las que en parte se basan las competencias está demostrada científicamente falsa, dan importancia a los contenidos, no rechazan la enseñanza centrada en el niño, pero sí el aprendizaje por descubirimiento y algunas cosas más defendiendo la instrucción directa. Daniel Willingham, Craig Barton o en España Hector Ruíz Martín (mira sus hilos de twitter) o los resúmenes del blog Profes Made in UK.
Sobre el «capital cultural» vas en dirección contraria a lo que se suele decir. Si no enseñas contenidos, si no sólo procedimientos, quienes posean menor capital cultural están en desventaja. Por eso las pedagogías blandas triunfan entre la clase alta (se pone como el ejemplo de los hijos de ejecutivos de Silicon Valley) pero cuando se aplican a alumnado con pocos recursos se hace con los que se dan por perdidos, pero aquellos que consiguen llegar a la universidad lo hacen mediante instrucción directa que es lo que les permite obtener los conocimientos que no ha adquirido de forma informal en casa.
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Gracias por tu comentario que, sin duda, corrige y enriquece aspectos del mío.
En efecto, al describir la primera posición, estaba pensando, entre otras, en obras como «La sociedad desescolarizada» (Iván Illich), «La escuela ha muerto» (Everett Reimer) o «La reproducción» (Bourdieu y Passeron). Al ser los primeros de tendencia «desinstitucionalizadora», les he aplicado el adjetivo «anarco», seguramente con poca propiedad.
Para la descripción de la segunda posición, efectivamente, he tenido muy presente a autores como Fernández Liria, aunque no solo, como puedes imaginar, porque están proliferando los libros en esa línea, al parecer no tan minoritaria editorialmente. Precisamente en este mismo blog se puede encontrar un comentario al libro de Fernández Liria «Escuela o barbarie» que tú citas, escrito conjuntamente con Olga García y Enrique Galindo.
Solo un cometario sobre tu última observación. No termino de entender la oposición frontal que se suele hacer entre conocimientos y competencias. No hay competencias, si no hay conocimientos. Otras consideraciones diferentes serían: 1)qué tipo de conocimientos y con qué enfoque se han transmitido en la Escuela y si ese filtro curricular ha favorecido mucho a algunos sobre otros, de forma que tanto ahora como hace cincuenta años, el código postal de un alumno o alumna es un estupendo predictor de su futuro (se lo acabo de leer a César Rendueles); 2) si el conocimiento ilustrado per se genera una sociedad nueva, tengo muchas dudas; 3) naturalmente, la alternativa no son muchas de las frivolidades y majaderías que se dicen en eso que has llamado pedagogías blandas (hay demasiadas mezcolanzas en el escaparate); 4) la «blandura» que detectan algunos en la escuela actual no se explica principalmente por el giro a las competencias (aunque pueda correrse el peligro no necesario de la vacuidad), sino por muchos otros factores sociales que indicen en la Escuela y que llevaría mucho desarrollar aquí.
Podríamos seguir hasta el infinito. Como digo al final, el debate está servido y tu reflexión es muy bienvenida.
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