
Van para dos décadas del nacimiento y posterior auge del EPC (Enfoque por Competencias) que han ido adoptando la práctica totalidad de sistemas educativas occidentales, incluida la Escuela Vasca, que ya se inició en ese marco en el Decreto de Enseñanza Básica del año 2007 y lo consagró, adaptándose a una de las corrientes procedentes de la Universidad de Lovaina, en Heziberri 2020, tanto en su marco pedagógico como en el Decreto 236/2015 de Enseñanza Básica, aún en vigor.
Esta “revolución”, al menos conceptual, en marcha, se labra en el humus de un triple fenómeno que ha permitido su amplificación, hasta convertirse en un discurso hegemónico.
Por un lado, el malestar colectivo docente y social que se acompaña de una convicción ampliamente compartida de que la institución escolar debe cambiar (luego vendrá el debate actual sobre qué cambio, en qué dirección, para qué).
El segundo fenómeno al hilo de ese complejo de obsolescencia es el interés creciente de muchas organizaciones económicas y comerciales, de empresas y bancos, en incidir en el mundo educativo, para que las instituciones educativas respondan mejor a sus demandas en este mundo cambiante, en el que el cambio, siempre efímero, paradójicamente se ha convertido en su sustancia definitoria, según un axioma al parecer incuestionable. Evidentemente es un interés y un intervencionismo con apariencia bienintencionada, pero plagado de sospechas.
El tercer elemento que ha propiciado este nuevo horizonte es que la mejor tradición pedagógica coincide, al menos en apariencia, con muchos de los postulados de la EPC, completando un cuadro de mistificación de intencionalidades, cuando no de enmascaramiento, bajo un mismo lenguaje. En este tiempo de mezcolanzas entre fines y medios resulta cada vez más complicado distinguir el trigo de la paja.
Sin embargo, la colonización institucional y profesional de este nuevo marco no está siendo tan rápida ni placentera como cabría esperar. Hay variadas razones para ello, pero en esta ocasión solo quiero centrarme en un creciente movimiento objetor, que no procede solo de una actitud resistente, aunque silente, de una parte importante del profesorado, sino de un cuestionamiento en voz alta y argumentado de muchos profesionales y algunos intelectuales, unos por ver debilitada la matriz ilustrada de la institución escolar, otros simplemente por una percepción —objetiva o no— de la devaluación que está sufriendo la educación formal, y, en fin, asimilados a unos u a otros, por quienes simplemente añoran los tiempos anteriores a la LOGSE.
De esta forma, asistimos a un interesante debate que, por resumirlo, quizá de forma demasiado esquemática, podríamos formularlo como la oposición entre conocimientos y competencias, aunque el binarismo puede extenderse a otros pares como procesos de enseñanza y procesos de aprendizaje, memorización y aprender a aprender, razón y emociones, alumnado orientado por el programa o alumnado como centro, profesorado como agente transmisor y profesorado como generador de contextos, trabajo individual y aprendizaje entre iguales, esfuerzo y motivación, currículo estructurado o Aprendizaje Basado en Proyectos… y un largo etcétera, en disputa. Naturalmente, no siempre son dilemas, sino cuestión de acentos.
Sin embargo, la confrontación es cada vez más descarnada, de forma que no son extraños los textos y los gurús que hacen tabula rasa de todo lo anterior, tratan sin ningún miramiento todo lo desarrollado hasta ahora por las escuelas y presentan alternativas que, aunque hacen furor un tiempo en escuelas y países enteros, levantan sospechas de ser mitos educativos poco contrastados. Del otro lado, se produce una caricaturización de las muchas ocurrencias que se ofrecen como educación del siglo XXI, de la vacuidad de la formulación de las competencias, muchas veces envueltas en un lenguaje líquido difícil de aprehender y, sobre todo, desde la sospecha de que cualquier innovación es un caballo de Troya del neocapitalismo.
Personalmente abogo por un diálogo razonable que permita una integración de posturas, o al menos un acercamiento, pues creo que no debiera haber tal dialéctica entre conocimientos y competencias. Tengo para mí que el constructo competencia, si lo bajamos del mundo de las entelequias, no puede sostenerse sin conocimientos declarativos, aunque haya que añadirle la capacidad procedimental y actitudinal y la activación de esos conocimientos ante situaciones concretas y su transferibilidad a otras.
Por eso me quedo perplejo -y un punto irritado- ante declaraciones de responsables educativos (no voy a hacer un ejercicio de hemeroteca, para que nadie se enfade) que, sobre todo, en estos tiempos de emergencia sanitaria que parecen obligar a centrarse en lo nuclear, han abogado y abogan por dejar de lado los contenidos y centrarse en el desarrollo de las competencias básicas. Esta contraposición es dañina, pues las competencias, pese a muchas prácticas deslavazadas, debieran ser tan potentes o más que los conocimientos declarativos, porque los incluyen y enriquecen.
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